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Cesare Brandi recomienda al viajero que vaya a Palermo por mar, no porque la llegada sea especialmente bella, sino porque en algún momento sucederá algo que excederá la belleza del espectáculo: el viajero sentirá que sus pies ya no tocan el puente del barco y que navega por mérito propio como una nave fantasma sobre las olas, no del mar, sino de su propia fantasía. Sicilia no es un país cualquiera, es la tierra misma del mito, donde de cualquier semilla caída brota una fábula. «¿Para quién un viaje a Sicilia no ha representado un premio, o casi el cumplimiento de una promesa?», se pregunta Brandi. Ni siquiera en época histórica ha cesado el ser humano de fabular sobre esta isla, donde lo antiguo resurge de la tierra, convirtiendocualquier presencia humana en extraña. A pesar de sus heridas de guerra y de las ofensas de la mala construcción reciente, en ningún lugar como en Palermo, ni siquiera en Venecia, los mosaicos tendrán mayor fulgor, y en ningún lugar, ni siquiera en Marrakech, resplandecerá la arquitectura árabe como en la Zisa o en la Capilla Palatina. Y aunque los paisajes de Sicilia –laderas alfombradas de cítricos, templos más nobles que la piedra de la que están construidos– podamos encontrarlosen otros lugares, nunca serán como los que se ven allí, enmarcados por un mar sombrío o sumergidos en los almendros en flor, a los pies de la nieve, en contradicción entre el invierno y la primavera. Ésta es la Sicilia de Brandi, la tierra donde Perséfone desaparece y reaparece sin perturbar su serenidad agreste, donde los papiros crecen más hermosos y robustos que en Egipto, de donde vinieron, símbolo de la escritura, vehículo de historia y poesía: la Sicilia perenne que nos llega, intacta y mítica, a pesar de las cicatrices del tiempo.