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Es preocupación común, que aparece en las más variadas culturas, la del interés que acompaña a los ritos de la muerte y del depósito del cuerpo después. En tantas ocasiones, con una evidente connotación religiosa, con el dato también de la diferencia de fórmulas y soluciones. A veces predomina el interés por la distinción y ostentación de los poderosos, como bien evidencian las grandes construcciones funerarias de los egipcios, las pirámides señaladamente, sin olvidar tantos otros casos equivalentes, como el del «mausoleo», que hizo construir Artemisa, la reina de Halicarnaso, Caria (353 a.c.), en recuerdo de su esposo Mausolo, y que sería considerado como una de las siete maravillas del mundo ?también lo fueron las pirámides de Egipto?, o, a muchos kilómetros, el enterramiento del señor de Sipán, así como tantas capillas para el enterramiento de monarcas, dignidades eclesiásticas o de familias nobles o acaudaladas, con testimonios de tanta calidad artística, pudiéndose citar en el caso de España, el ejemplo sobresaliente de la Capilla Real de Granada. Sin olvidar el alarde de algún dictador de nuestro tiempo, sin reparar en gastos ?aunque hubieras que horadar la montaña?, a la hora de prepararse una sepultura de impacto. En otras ocasiones, las más de las veces, serían soluciones colectivas, como las catacumbas, los enterramientos junto a las iglesias, que fueron frecuentes entre nosotros, lo que se ilustra también a la perfección con la experiencia del Reino Unido, hasta dar el salto y llegar a la fórmula que se generalizó de los cementerios, ya los enormes de las urbes, ya los recoletos de los pequeños lugares. Fórmula en la que algunos han destacado de manera sobresaliente por albergar huéspedes ilustres, entre los que se pueden citar el caso del parisino «P?re Lachaise», o el cementerio civil de Madrid.
Cada época, cada cultura, cada religión, ha dejado su huella, con ejemplos tan diversos de tratamiento a los difuntos. Desde la incineración en la India, a esos ejemplos de una España cruel en la que enemigos políticos o malhechores se descuartizaban, soporte el rollo de alguno de los miembros, o ese otro ejemplo que hace adivinar a don Quijote que se acerca a la gran ciudad ?Barcelona?, al observar los cadáveres de los condenados colgados de las ramas de los árboles.
Hace unos años estudié con cierto detalle la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el asunto «Johannische Kirche y Peters c. Alemania», 10.VII.2001 ?que también se cita luego en el libro?, en el que dicha organización religiosa pretendía construir una capilla y un cementerio en un terreno de su propiedad. Se insiste en que no sería una simple manifestación de la libertad de practicar la religión propia, sino que, para ellos, formaría parte de «la esencia» de la libertad religiosa. En efecto, una de las creencias de la Iglesia Juanista sería la de la profunda igualdad de todos ante Dios después de la muerte, sin diferencias sociales o de clase. Lo que se trataría de reflejar en la misma posición prevista para el cementerio en el que las lápidas de las tumbas estarían alineadas y serían uniformes en cuanto al tamaño. Con la mala suerte de que las autoridades administrativas denegarían el otorgamiento del permiso de construcción, a la vista de que se trataba de zona no edificable protegida, y en la que no estaban previstas instalaciones de uso público ya que el terreno apuntado quedaba afectado por las exigencias de un «parque natural» objeto de especial protección.
En lo que concierne a la historia española, es de destacar la impronta marcada por la Iglesia Católica en su afán por ostentar la exclusiva de los cementerios. Debo recordar que me impresionó cuando lo leí tras su aparición, el libro de José Jiménez Lozano, católico de ley sin duda, titulado «Los cementerios civiles y la heterodoxia española», en que narraba las duras vicisitudes de quienes no participaban de las creencias de la religión oficial. No digamos, de los suicidas. Muy presente siempre para los aragoneses el ejemplo de la señera y admirada figura de Joaquín Costa, cuya tumba en el cementerio zaragozano de Torrero, debió situarse fuera del recinto, en cuanto librepensador. Aunque ?las pequeñas venganzas del destino?, años después, la necesaria ampliación de la metrópolis de los muertos, integraría necesariamente su tumba en el interior.
En esta línea sí quiero evocar mi decida y gustosa participación ?que amablemente recuerda el autor?, en la primera legislatura, en mi condición de senador, en la que sería la Ley 49/1978, de 3 de noviembre, de Enterramientos Municipales, que pretendía que en dichas instalaciones no se discriminara por razón de las creencias y se derrumbaran las tapias que de manera humillante segregaban el espacio del cementerio ?los corralitos? destinado a quienes no participaban de las creencias de la que venía siendo la religión oficial, así como a los suicidas, con el consiguiente trauma para las familias. El motivo de la Ley estaba ?quizá muchos no lo recuerden ya?, en la iniciativa del senador Justino de Azcárate, que formuló la correspondiente proposición de ley, que tenía muy presente el patético caso de su tío, el ilustre profesor y político Gumersindo de Azcárate, destacado miembro de la Institución Libre de Enseñanza, no católico él, pero sí su mujer, desde la sombría a la par que entrañable constatación, de que si habían vivido juntos toda la vida, compartiendo alegrías y esfuerzos, en cambio la muerte iba a separarles debido a sus diferentes creencias.
El recuerdo de una de las primeras leyes de la etapa democrática que abrió la tan fructífera «transición política» ?la primera y única que se tramitó desde el Senado?, es un buen testimonio para advertir las grandes mutaciones que el transcurso del tiempo, con sus nuevas exigencias y aspiraciones, va introduciendo en las soluciones y en el régimen jurídico de los cementerios.
A la vista del significado que los ritos de la muerte han solido tener para las diversas religiones, no deja de sorprender que, como regla, los textos de las grandes declaraciones de derechos, que suelen ser minuciosas a la hora de enumerar los contenidos propios de la libertad religiosa, y como bien advierte el autor, no aludan a tan importante parcela, tan presente siempre en todas las épocas, para las más variadas creencias. Es notable el caso de la gran Declaración Universal de Derechos Humanos, que hicieron las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, con su tan detallista artículo 18, que serviría luego de guía inmediata al artículo 9 del tan decisivo Convenio Europeo de Derechos Humanos, de 4 de noviembre de 1950, obra del Consejo de Europa. Aquel precepto sería minuciosamente desarrollado por el artículo 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, hecho en Nueva York el 19 de diciembre de 1966, redacción que sería utilizada por el artículo 12 de la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, habitualmente conocida como pacto de San José. Tampoco se hallan referencias en la más moderna declaración de derechos, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, del 2000, cuyo artículo 10 sigue muy de cerca el Convenio Europeo de 1950, y preocupada también, en su afán por proteger a las minorías, por la diversidad religiosa (artículo 22).
Siguiendo esa misma tónica, no llega la precisión tampoco a la Constitución de 1978, cuyo artículo 16 aborda variados aspectos de la libertad de creencias. No deja de ser curioso, en cambio, aunque resulte excepcional, que la anterior constitución ?concepto en el que no incluyo las leyes fundamentales del anterior periodo?, la republicana de 1931, sí contiene un referencia expresa a los cementerios, desde la óptica que auspicia toda ella, de la secularización, en el intento de afirmar la presencia del Estado cercenando el anterior protagonismo de la Iglesia Católica. En efecto, dentro de la regulación de las garantías individuales y políticas, en el artículo 27, sobre libertad de conciencia y de religión, se afirma que «Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos» (párrafo segundo).
En cambio, al descender al escalón de las leyes reguladoras, ya se abordaría la cuestión, como evidencia, en el caso español, volviendo a la actualidad, el artículo 2.1.b) de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa, la 7/1980, de 5 de julio. En efecto, entre la amplísima enumeración de ese precepto, figura, sin que se concrete tampoco demasiado, el derecho a «recibir sepultura digna, sin discriminación por motivos religiosos».
El descenso al sistema jurídico español nos sitúa ante un auténtico rompecabezas, que se ha complicado de manera extraordinaria desde la época en que don Recaredo Fernández de Velasco escribió su magnífica monografía (1935), complicación ya advertida por otro de los autores de referencia, Leopoldo Tolivar Alas, panorama en relación con el cual, el autor del presente libro ha acometido con éxito el esfuerzo de casar las piezas. Nos encontramos así ante un trabajo de calidad, en el que se han ensamblado los diversos elementos normativos: legislación del Estado, pero también autonómica ?al menos, de 15 de las 17 Comunidades Autónomas?, sin que falten los testimonios de las ordenanzas y reglamentos municipales, de la legislación canónica, con referencias también a las más diversas religiones, abordando igualmente los precisos datos jurisprudenciales, del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ?continuamente siguen apareciendo nuevos casos?, del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo y, especialmente, de los Tribunales Superiores de Justicia y de los Juzgados. Labor ímproba, ante un dédalo que impresiona por su complejidad, y sobre el que se ofrece una certera visón de conjunto, de modo que si se contaba con excelentes trabajos de los administrativistas y, para determinados aspectos, de los civilistas, la visión desde el Derecho Eclesiástico del Estado, especialidad del autor, aporta interesantes elementos para la comprensión global.
Se realzará, así, el significado de la libertad religiosa para el régimen jurídico de los enterramientos. Se impone, por tanto, el respeto a ritos y ceremonias, hábitos y costumbres, propios de las organizaciones religiosas, siempre que se garanticen cualificados valores, como el respeto a los demás, el orden público y, de manera especial, las exigencias sanitarias, que desde la modernidad presiden con rigor todo el sistema jurídico de los enterramientos. Cobran carta de naturaleza, en esas condiciones, y a consecuencia del pluralismo hoy existente en nuestra sociedad, las más variadas prácticas en los momentos previos a la inhumación ?con variedad de ceremonias religiosas o cívicas?, en el momento mismo del enterramiento o, en su caso, de la cremación, pero, también, a posteriori, desde el amplio régimen de lápidas, inscripciones o mausoleos, o eventual destino de las cenizas (¡sorprende incluso que en este punto concreto haya logrado introducirse esa fiebre de nuestros días, como es la afición al fútbol, como se explicará en las páginas del libro! Pero, al fin y al cabo, son las opciones de nuestra sociedad: pueden las cenizas enterrarse junto a los restos de otros seres queridos, pueden dispersarse por los lugares de afición del difunto: el mar, la montaña, etc., pero pueden también guardarse, en casa, en una iglesia, o ¡en un campo de fútbol!).
Pero junto a la libertad religiosa, de manera paulatina, se ha ido afirmando también la libertad de conciencia ?que ampara a creyentes y no creyentes?, y clama por la neutralidad del Estado en sus más diversas manifestaciones, que ha conducido a la generalización de cementerios no confesionales ?compatibles con la existencia de cementerios propios de las confesiones?, en los que se impone el principio de no discriminación a consecuencia de las creencias ?todos han de poder tener cabida así como dejar testimonio visible de sus creencias, sin que dejen de plantear algunos problemas la instalación en cementerios públicos de recintos confesionales?, y que ha plasmado, sobre todo, en la actual regulación de los cementerios municipales, configurados por la ley como una de las obligaciones mínimas. Así como en el dominio público se afirma la propiedad municipal para que unos y otros sin excepciones puedan tener cabida, respetando las reglas de reparto y convivencia, también la «municipalización» de los cementerios pretende igualmente asegurar para después de la muerte la convivencia de unos y otros. Lo que se ha traducido, en definitiva, en un intenso proceso de secularización y de asunción por el Estado ?a través de los municipios fundamentalmente?, de competencias y funciones que se consideran propias de un Estado de nuestros tiempos. Por lo que, sin mayores traumas ?aunque de vez en cuando coleen litigios concretos, como bien se ilustra en el libro?, se ha logrado en gran parte el objetivo que pretendía el artículo 27 de la Constitución de 1931, el sometimiento de los cementerios a la jurisdicción civil, si bien no «exclusivamente», como ahí se decía, dada la actual apuesta de la sociedad por el pluralismo, que lleva a la normal convivencia con cementerios religiosos, la mayor parte de los cuales dependen de instituciones de la Iglesia Católica. Y que se proyecta también, a la vista de los criterios de desregulación imperantes, considerando también la fuerza que adquiere el derecho a la libertad de empresa, a la posibilidad de cementerios privados no confesionales.
Hagamos un pequeño salto, dado que libros tan serios como éste abren de pronto los ojos y hacen reflexionar sobre cuestiones más generales. Ahora que tanto se habla de reforma administrativa, de mejor ordenación del Estado o, incluso, de reformar la Constitución, la lectura del libro, con su cuidada sistematización de la complicada madeja del reparto de competencias y funciones y de la regulación de los más delicados problemas atinentes a los enterramientos ?no pocos de estos últimos de bien difícil resolución y cuajados de dificultades, como acredita la experiencia cotidiana y bien se demuestra en las páginas del libro?, me lleva a insistir en una reflexión un tanto brusca.
Se ha venido contando con un Reglamento estatal de Policía Mortuoria, el Decreto ?preconstitucional? 2263/1974, de 20 de julio. Sobre ese espacio, han venido insistiendo las Comunidades Autónomas, creando su propio Reglamento, con el resultado de un amplio espacio de coincidencia, pero también de muy significativas diferencias, sin que haya razones funcionales que las justifiquen, como no sea el voluntarismo de los autores de las normas. Lo que lleva a la consagración de muy diferentes regímenes jurídicos, muy diversas opciones y oportunidades, muy variada respuesta también en cuanto a las exigencias de la libertad religiosa. Eso, en un territorio como el de España que, debido a los intensos flujos sociales y a la facilidad de las comunicaciones, se ha quedado pequeño. En el que, en concreto, en relación con los enterramientos, son muy frecuentes los traslados y la movilidad, y unas mismas empresas actuarán en unos cementerios y en otros. Todo eso, bajo el paraguas constitucional de la igualdad ante los derechos fundamentales. Cada Reglamento autonómico, por su cuenta, aunque mirando a los demás con el rabillo del ojo a la hora de redactarlo. Con el resultado, insisto, de profundas diferencias, tan disfuncionales, que apenas tienen justificación. Diré abiertamente que avergüenza que no se hayan puesto de acuerdo las Comunidades Autónomas a la hora de redactar el Reglamento de policía mortuoria. Lo digo sabiendo que es testimonio de una forma generalizada de actuar. ¿Es que a nadie se le ha ocurrido que era necesario concertarse para un problema de tanta importancia, en una sociedad de tanta mezcla y tanta movilidad? Sin duda, en puridad, no había esa obligación formal de concertarse, pero es indudable que existe el deber de todas las autoridades, por muy autónomas que se consideren, de esforzarse por el mejor funcionamiento del Estado, de manera que se facilite la tarea a ciudadanos, familiares y empresas, y se busque también el abaratamiento y la funcionalidad de los servicios públicos. Ello me lleva a pensar en lo que nos falta para una profundización democrática, desacomplejada, y de respeto a las aspiraciones de los ciudadanos y, en suma, de simplificación y facilitación del funcionamiento del Estado, por muy descentralizado que se presente. Muy presente siempre, la pasividad de los legisladores a la hora de coger el toro por los cuernos y abordar, y simplificar, tantos de los problemas existentes
Al margen de lo anterior, y volviendo al libro, la conclusión es que estamos ante una aportación del mayor interés, brillando por la ponderación que se ha puesto a la hora de exponer y tratar de resolver la pluralidad de problemas que el campo estudiado presenta. Más allá de los grandes planteamientos, de enorme responsabilidad, cuando se penetra en el régimen jurídico propio de la realidad cotidiana, aparece una situación cuajada de problemas en la que van a desempeñar papel determinante una red de consolidados conceptos jurídicos: cementerios como cosas sagradas, como servicio público, como bienes de dominio público, compatibilidad de titularidades, en especial las derivadas de concesiones, duración de las mismas con el señuelo de la «perpetuidad», expropiación forzosa, etc., etc. Travesía de la que el autor ha sabido salir airoso, ofertando a los lectores la facilidad de los problemas solucionados. Me agrada por eso especialmente la oportunidad de poner prólogo a tan valiosa obra, como testimonio de aprecio y afecto a ese gran universitario que es el profesor Miguel Rodríguez Blanco, catedrático de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad de Alcalá, que suma la presente aportación a un sólido conjunto de monografías y trabajos sobre la libertad religiosa, desde sus más diversas manifestaciones.