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En 1789 la Marina de guerra española aún era considerada, al menos, la tercera fuerza naval del mundo. En 1808, tan sólo dos décadas después, a España solo le quedan un puñado de barcos que apenas podían mantenerse en los arsenales. Una situación que, al iniciarse la guerra de la Independencia, condenó a los efectivos de la Armada a un papel secundario en el conflicto bélico.
Esta visión es la que nos ha trasladado la historiografía tradicional sobre el estado de la Marina española a principios del siglo xix y la de su “discreta” actuación en la guerra contra el francés. Sin embargo la Armada española, heredera de la Marina de la Ilustración, aún no había dicho su última palabra y en las postrimerías de su existencia se aventuró en importantes y arriesgadas misiones de transporte de caudales, tropas, prisioneros e incluso de los diputados en su viaje a las Cortes de Cádiz donde llegaron para promulgar la Constitución de 1812. Una efímera Carta Magna que al igual que la Marina, era resultado, herencia o, tal vez, la consecuencia del fracaso del siglo Ilustrado.