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La Iglesia católica española, que había vivido la llegada de la República como una auténtica desgracia, se sintió muy satisfecha de que fueran las armas las que aseguraran el "orden material", liquidaran a los rojos e infieles y le devolvieran la "libertad". La Iglesia no lo dudó. Estaba donde tenía que estar, frente a la anarquía, el socialismo y la República laica. Y todos sus representantes, excepto unos pocos que no compartían ese ardor guerrero, ofrecieron sus manos y su bendición a la política de exterminio inaugurada por la sublevación de julio de 1936.
Tras casi tres años de uso y abuso de las armas, la guerra, el "plebisticio armado" que decían los obispos, acabó el 1 de abril de 1939 con la victoria incondicional del Ejército de Franco. La Iglesia y el "enviado de Dios hecho Caudillo" caminaron asidos de la mano durante casi cuatro décadas. La Iglesia ganó con esa guerra una paz "duradera y consoladora", plena de felicidad, satisfacción.