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El esclarecimiento de los fenómenos involucrados en el origen y el desarrollo de la vida en nuestro planeta ha sido uno de los principales retos de la ciencia desde que esta existe como tal. Muchos fueron los mecanismos propuestos para explicar ese enigma, pero ninguno demostró suficiente fertilidad hasta la llegada de Charles Darwin (1809-1882). Este celebérrimo naturalista inglés propuso un proceso, denominado selección natural, auténticamente capaz de justificar la abrumadora diversidad de seres vivos de que disfruta nuestro mundo. Una cierta variabilidad en las características de los organismos, heredable entre generaciones, propiciaba que ocasionalmente superaran a sus competidores, sobrevivieran y se reprodujesen ventajosamente, perpetuando así las diferencias que habían sido tan provechosas para ellos. Pero quedaba pendiente una pregunta crucial: ¿cuál era la fuente de esa variabilidad hereditaria? La respuesta vino con el nacimiento de la genética, a comienzos del siglo xx, y su posterior progreso al compás de los vertiginosos adelantos en biología molecular. De la combinación de la evoluci