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Hay hombres a los que pareciera estar esperando de siglos una profesión. En el caso de la Odontología española ese fue Florestán Aguilar Rodríguez, Vizconde de Casa Aguilar, quien hizo posible el milagro de que ese oficio de tinieblas que era ancestralmente el de sacamuelas, y poco más, ingresara en la Universidad –en 1901– por la puerta de la solvencia y la dignidad. No fue ajena a este hecho, desde luego histórico, su relación con la Corona, pues él era el dentista de la Casa Real y así la reina regente accedió a solicitar de su Gobierno las justas razones que Aguilar le expuso. Aguilar había llegado a lo más alto de la dentistería española con este cargo, pero no finalizó ahí su carrera, pues internacionalmente llegó a ocupar la presidencia de la Federación Dental Internacional (F.D.I.), en cuya constitución estuvo presente, y que le concedió el Premio Miller, el de mayor prestigio odontológico a nivel mundial. Pero Aguilar fue mucho más que odontólogo, y catedrático universitario o académico de número en la Real Academia Nacional de Medicina, pues trasciende de lo profesional, ya que en buena medida