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La carta confesional, escamada de intimidad, es un acto de destape: escribir en ese trance es desnudarse ante quien va a leer la declaración, la exigencia, el amor a fl or de piel, el desafecto a veces. A través de las misivas se conoce profundamente al corresponsal, tal vez no hay manera de conocerlo mejor. Con este completo corpus de cartas y notas privadas del poeta Miguel Hernández (Orihuela,1910-Alicante,1942), podemos conocer mejor la personalidad ejemplar y las inquietudes de un escritor modélico y comprometido en una época turbulenta de España. Tanto en sus cartas como en el diario íntimo que es Cancionero y romancero de ausencias, Hernández muestra su profundo calado humano: magnifi ca lo pequeño, convierte lo cotidiano y lo aparentemente menudo en un regalo, como el Neruda de las odas elementales, como el Machado del olmo viejo: «Olmo, quiero anotar en mi cartera / la gracia de tu rama verdecida», escribió el sevillano. Anotar: escribir para no olvidar; porque ¡la memoria es vida! «Escribir cartas signifi ca desnudarse ante los fantasmas, que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito ?confesaba Kafka a su gran amor, Milena Jesenská? no llegan a su destino: se los beben por el camino los fantasmas». A pesar de todo, Miguel, nuestro poeta, pedía a su amada Josefi na «...mándame... besos y cartas»; porque la carta era alimento para seguir con vida, y terminaba muchos de sus escritos, casi furtivos, con un epitafio pidiendo paz, amor y libertad: «Se ruega que no rompan ni interrumpan esta nota por la ne cesidad de que llegue a su destino».