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Quevedo había cumplido ya 55 años cuando en 1635 decidió publicar su ensayo Defensa de Epicuro contra la común opinión, una declaración de intenciones en Defensa de la felicidad. Aunque nunca fue un pensador sistemático, en toda su obra late un impulso filosófico apoyado en el triunfo de la razón que propugnaban los estoicos. Con su alegato en favor de Epicuro da todavía un paso más y entiende que el principal propósito de la vida es lo placentero. Consciente de que este apoyo pudiera granjearle la hoguera con que la Iglesia calentaba a los herejes, el gran poeta satírico del Siglo de Oro cristianiza las tesis del filósofo griego. Atempera los aspectos menos asumibles para la doctrina cristiana, como la mortalidad del alma, y subraya la mesura y frugalidad, en la línea de los humanistas italianos, una visión absolutamente novedosa para su tiempo, que, al igual que su prosa, resulta sobresaliente.