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Tras la muerte de Felipe II (1598) se inició un proceso con el que se quería anular la idea de Monarchia Universalis que defendía la Monarquía Hispana y a la que aspiraban las élites castellanas. El primer paso consistió en la subordinación de la Monarquía a la doctrina político-religiosa de la Iglesia Católica para lo que fue necesario que una serie de teólogos de renombre fundamentaran esta teoría. Esto se acompañó con la pérdida de influencia del monarca español en la curia romana, de manera que las exigencias o favores que se solicitaban al Pontífice no siempre se alcanzaban (nombramientos de cardenales) como antes, al tiempo que disminuyó la influencia hispana en los cónclaves que elegían a los papas. Otro paso fueron las numerosas guerras en las que se vio envuelta la Monarquía Hispana en las que se le disputaba su preeminencia política (Monarchia Universalis). La evolución de las Monarquías europeas, cada vez más organizadas administrativamente, más decididamente confesionales y con mayores recursos, provocó que la Monarquía Hispana no pudiera hacer frente con éxito a todas ellas, por lo que buscó alianza con el Sacro Imperio, es decir, con la otra rama de la dinastía Habsburgo. En el pacto de Oñate de 1617 ambas ramas (Madrid y Viena) se comprometieron a actuar como una sola ante los enemigos europeos. Esto supuso tantos problemas como soluciones: por una parte, los intereses de ambas ramas no siempre coincidieron dada la diferente situación social y geográfica de sus respectivos territorios; por otra parte, esta unión ponía como eje de autoridad y actuación a la dinastía (recordando al duque Rodolfo como fundador), pero no a la rama de Madrid, que se venía atribuyendo (bajo el espíritu castellano) el título de monarca universal.